Recuerdo cuando mi madre me dejó en manos de la señorita Josefina en el colegio de la Vega. Tendría cinco años. Aquella mañana se despidió de mí desde la puerta sin atender a las lágrimas que yo derramaba. Me sentí huérfano, debilitado, pero, sobre todo, abandonado. No recuerdo si los demás niños se rieron de mi debilidad porque me fui a llorar a un rincón. Tampoco recuerdo muy bien quién era la mujer a la que todos llamaban señorita. Era alta, delgada y de melena larga y pelirroja. Pero sí recuerdo que una chica un poco mayor que yo se acercó a mí y simplemente dijo: me llamo Finita. Solo cuando doña Elvira, la esposa de don Joaquín Sabrás, me tomó de la mano para consolarme y darme unas galletas, encontré un poco de paz. Pero yo seguía mirando a la puerta por la que escapar.

Todos estos recuerdos infantiles me los evocan las imágenes de los críos que berrean, que gritan o que felices emprenden el camino del centro de educación que ha dejado de llamarse colegio.

No resultaba fácil adaptarse a la disciplina tras la larga temporada de estío. Y por mucho que sor Asunción o sor Concepción quisieran alegrarnos la mañana haciendo sonar la "chasca" sobre nuestras cabezas, imposible era vencer la tristeza.

A veces, mi querido amigo Teyo y yo, sentados en cualquier terraza, nos dejamos llevar por los recuerdos que surgen como un sarpullido y que tirando de uno nos lleva a otro y a otro. Muchas veces nos preguntamos dónde habrá ido a parar el enorme y grueso libro que, abierto sobre el atril, la sor pacientemente iba pasando sus páginas explicándonos las ilustraciones a todo color de los pasajes bíblicos. El grifo mal cerrado que goteaba en el cuarto bajo las escaleras y que se cuajaba de hielo en las mañanas de invierno. El cuarto de las ratas donde se guardaban las escobas, calderos y fregonas. El patio de tierra. Las escaleras de madera amplias que nos gustaba patear con nuestras botas en invierno. La guarnicionería acristalada del portal? Son detalles que han quedado incrustados en la memoria y que jamás desaparecen tal vez por ser los primeros recuerdos que en ella se grababan.

"Llegará un día que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza" escribe Paul Géraldy, aunque a veces, esa riqueza nos amargue o nos haga llorar.

Cuando abro algún libro de texto de los que aún conservo y veo las anotaciones al margen, los dibujos con los que entretenía las horas de estudio, los subrayados, las tachaduras y leo los párrafos escritos al final de las lecciones, la letra aquella me es tan extraña que juraría no era la mía. Y de pronto, cae un papel o una hoja de cualquier árbol que yacía reseca entre las páginas. Leo un apunte de un poema cursi dedicado al otoño o a la tarde o la radiografía hecha caricatura del compañero de pupitre.

Ignoro si los muchachos de ahora serán capaces de guardar estas reliquias. Ellas sí, porque la mujer es más tierna con sus recuerdos y es capaz de amarlos, de esconder una flor y llorar sobre ella. Pero van desapareciendo los libros que son sustituidos por apuntes, y seguro que los cuadernos simplemente sirven para diseñar bocetos de grafitis que llevar más tarde al muro: mensajes de caracteres góticos o atropellados, rostros burlones a todo color que se convierten en señales inconfundibles de una nueva rebeldía.

Posiblemente el día de mañana no quede nada de todos estos cuadernos y tengan que apoyar sus recuerdos en simples manchas escritas sobre las paredes cercanas a los parques porque los móviles habrán sido sustituidos por otros móviles más sofisticados. La memoria nos habla, nos conduce, nos trae y nos lleva como una pluma volatinera. Nos acerca a los amigos desaparecidos, a sus voces y a su compañía que fue.

No sé dónde leí algo así como que el recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados. Pero, claro, para tener recuerdo hay que disponer de memoria.

Estamos asistiendo a un tiempo en una España que a veces parece desmemoriada. Pericles, el político y orador, tuvo tanta influencia en la sociedad ateniense que Tucídides, un historiador coetáneo, lo denominó como "el primer ciudadano de Atenas". El periodo en el que ese político gobernó fue conocido como el Siglo de Pericles. Promocionó las artes y la literatura. Hizo de Atenas el centro cultural de la Antigua Grecia. Proyectó la construcción de la Acrópolis y del Partenón. Defendió hasta tal punto la democracia que fue considerado como populista por sus críticos.

"Estas glorias pueden incurrir en la censura de los lentos y poco ambiciosos; pero en el corazón de energía despertarán la emulación, y esos que deben permanecer sin ellas las recordarán envidiosos. El odio y la impopularidad han caído en este momento sobre todos los que han aspirado a dirigir a otros".

No es que haya censura, no es que haya lentitud en sus decisiones. Es que ni han mirado al pasado para poder emular el comportamiento de los que hicieron posible una transición en paz. España, nosotros que somos España, que hacemos España, no les importamos, pero sí les importa hacer de la política la bicoca para poder vivir de ella sin tener que sufrir ningún examen ni oposición.

"Puesto que los hombres pueden aguantar oír cómo se elogia a otros solo mientras que se pueden persuadir a sí mismos de su propia habilidad de igualar las acciones ensalzadas: cuando se supera este punto, la envidia aparece, y con ella la incredulidad".

Podría seguir extrayendo de sus discursos ideas o pensamientos como estos para darnos cuenta de la incapacidad en la que se han instalado estos politiquillos que no son capaces de resolver sus propios problemas, que se obcecan en seguir llamando viejos a los partidos que nos trajeron la democracia tras cuarenta años de dictadura. ¿Dónde estaban ellos?

Los que vimos el abrazo de Carrillo con Suárez o a Fraga estrechar la mano de la Pasionaria no entendemos a estos mozos que predican sin dar trigo. Políticos de probeta que no han dado golpe en su vida.

Volveremos a las urnas llevando los bolsillos llenos de polvorones.

Yo les sugiero que trasladen el día de las votaciones al 28 de diciembre para volver a darnos la inocentada.