Los benaventanos no sabemos lo que tenemos a nuestro alcance y de lo que podemos disfrutar hasta que no llega el calor o el verano.

Cuando todo parece que está en declive, que las industrias dan cerrojazo y los pequeños comercios malviven aferrados al salvavidas de cualquier fiesta por aquello de la muchedumbre, hay algo que por desgracia no podemos introducir en latas de conserva ni exportar. Y ese producto que conocemos menos que cualquier playa de Benidorm o de Galicia porque no lo hemos pateado ni disfrutado es la situación de privilegio de este pueblo. Comunicado directamente con toda España: a hora y media del mar, a dos horas de Madrid, a una hora de aquella cultural y mística Salamanca, la que "Quod natura non dat, Salmantica non praestat"; a media hora de León o de Zamora; a hora y media de la playa de San Lorenzo en Gijón, pero a dos pasos de tres ríos: Esla, Órbigo y Tera, que a veces se enfadan, pero que luego retornan a la paz y bajan mansos para que podamos gozar de sus aguas.

¿Qué gracia más podemos pedir? Un pueblo enfermo, pero que sana cuando llegan estos calores y nos adormecemos en las terrazas esperando el milagro de un aire fresco que llegue desde La Mota para paliar un poco la asfixia.

Recuerdo aquellos 18 de julio, maldita fecha, pero que, apagado ya el eco de la tragedia, las familias se iban y nos llevaban a la orilla de esos ríos a pasar el día disfrutando de una comida campestre, en la cual no podía faltar la tortilla de patata, las empanadillas y la lechuga a lo tío. A veces se convirtió en una fecha triste de recuerdos porque la ignorancia o la fatalidad o la osadía arrebataba la vida a quienes se arrojaban al agua y en el agua eran devorados.

Eran veranos con un encanto especial, sobre todo, al caer la tarde, bajar a la Pradera de la Fuente Mineral y escuchar el tintineo de las fichas de hierro sobre el cajón o colándose por la misma boca de la rana. Eran tiempos del "uno con una" (un litro de vino con una gaseosa) que entraba fresco por nuestros gaznates. Noches en las que de repente, al volver la esquina uno se encontraba con una rondalla improvisada por maestros de la talla de don Agustín, "el procurador", de Pepe "chupete", de Pepe "jarrón", de Andrés Iglesias "el fontanero", "Chafandin", de Cadierno, de Pepín Bustamante, e incluso de Nano Rebordinos rondando bajo el balcón como mariachis veinteañeros. Los recuerdo porque con esas melodías ya clásicas se despertó mi la afición por aprender a tañer el laúd o la guitarra.

Y los serenos a lo suyo, a patear las calles en silencio, a esperar que Bruno abriese la churrería para mojar un par de churros en la copa de aguardiente antes de retirarse a dormir.

El verano nos daba libertad para muchas cosas, sobre todo para romper o dilatar el férreo permiso que nos imponían: la vuelta a casa no más lejos de las doce de la noche. Las tardes pasaban cansinas, aburridas y donde mejor se estaba era en el sótano de Pepe Sanz, junto a las cámaras frigoríficas agujereado los sacos de cacahuetes. Cuando veo ahora a los gorriones que vienen a picar las migas de la mesa donde como, pienso que nada tienen que ver estos pájaros con los asustadizos gorriones de ayer a los que solo podíamos dar caza con los tirachinas.

Pero al hablar del verano no puedo sustraerme a hablar de mi barrio, La Soledad, posiblemente porque teníamos una ría navegable, una regadera donde bañarnos, unos zarzales de los que desprender las moras y unos albaricoques o membrillos que pocas veces pudo disfrutar el señor Juan Carbayo porque nosotros, y sobre todo sus nietos, aves depredadoras de los huertos ajenos, los comíamos antes de que llegaran a la madurez.

Este producto llamado verano puede resultar agobiante cuando, como ahora, no dé tregua el calor. Se perdió la estampa bucólica sacada de cualquier tela de Sorolla de los niños jugando junto al caño del motor de riego o junto al brocal de la noria. De las fumatas rectilíneas que aquí y allá, en cada huerta, se alzaban al cielo como barrera para ahuyentar los mosquitos. Me pregunto como en el caso de los gorriones, ¿hay mosquitos?

Cada mañana que paseo por el camino Borreguil me detengo observando la transformación de un Benavente que termina en estos barbechos. Campos de ayer donde, como comentaba el otro día con el amigo David, me rompí un brazo y me tuvo que subir Sindo, su padre, yo cabalgando sobre una burra, a que me lo compusiera el doctor Vecilla.

Eso también ocurrió en una tarde de verano.