Hoy dejo de hablar de las piedras, la palabra de la historia, o el mensaje de la luz con el que nos despertamos cada mañana. Hoy lo dejo todo para recaer una vez más en ponderar lo que, por estar próximo, por tenerla a mano o por haberla pisado mil veces, no reparamos en la suerte de tenerla para disfrutarla: La Mota. También en ella se concitan el arte, la luz, la historia y las piedras.

Cuando paseo en estas mañanas soleadas, me remonto a otro parque, el de mi niñez, tan igual pero tan diferente. Igual, porque nada ha cambiado en su estructura, si acaso algún toque moderno, pero nada más. Diferente y polémico, porque si tuviera que decidirme por uno de los dos, me quedaría sin duda con el de mis infantiles recuerdos. Con la figura de los guardas que constantes vigilaban si armas, acaso una vara, y el medallón de metal con la cincha cruzada sobre el pecho.

Pero, ¿en realidad era necesaria su presencia? Pues no. Pero era la figura bucólica que nos venía a recordar a los guardamontes, los guardas jurados, los guardas forestales, la pareja de la guardia civil que andando o en bicicleta recorría los encinares próximos y las choperas. Esa guardia civil lorquiana: "Avanzan de dos en fondo/ a la ciudad de la fiesta./ Un/ rumor de siemprevivas/ invade las cartucheras./ Avanzan de dos en fondo./ Doble nocturno de tela./ El cielo, se les antoja,/ una vitrina de espuelas".

No causábamos desperfectos. Nuestra malicia era hacerles correr mientras nos escondíamos por los paseos. Unos paseos que, al contrario de los de ahora, eran de grava o de barro. Ese contraste que nos aleja del asfalto y que nos hace estar en un contacto más directo con la naturaleza. Ahora ese asfalto lo hemos prolongado y se ha sustituido la grava por la plaqueta o la madera. Una forma absurda de integrar el parque a la ciudad prolongándolo como calle y no como lo que es: un lugar de descanso e incluso de meditación. No me gustan los paseos con parqué.

Se perdieron los arbustos de lilas, de azucenas (chiringas) y convirtieron la rosaleda en una triste sucesión de rosales plantados sin gusto y sin armonía. Nada que ver con aquella otra que se derretía de puro gozo, de puro color y aromas.

Como todo en esta vida, los árboles también mueren de pie y así fueron desapareciendo, entre ellos, el árbol del desmayo, un viejo tejo bajo el que la mayoría de los novios se fotografiaron vestidos de ceremonia. Puede que sea delirio, pero si me siento en cualquiera de los bancos seguro que cada uno de ellos me contaría sus confidencias, las historias de amor, desamor, de odios, de penas y los más íntimos secretos que sobre ellos se construyeron. ¿Quién no vivió cualquiera de esas historias?

La Mota, (antes paseo de Ramón y Cajal), como el jardín prohibido, no era apto para circularlo tras la caía del sol. Solo cuando se formalizaba el noviazgo, una y uno, podían perderse bajo la barrera de los arbustos, esconderse tras los árboles o sentarse en los bancos de madera entrada ya la noche y alta ya la luna. Vano era cualquier intento, esgrimir cualquier excusa para que alguna jovencita nos acompañara. El límite estaba bien definido por nuestros progenitores: hasta la casa de las condesas.

Eran tiempos de prohibiciones, de moral férrea, de misiones apostólicas y de la intervención de la Iglesia en casi todo. Pero sobre todo el temor de confesar y que contestar a la pregunta del confesor: ¿y cuantas veces, hijo?

Por eso, a la hora de las confesiones buscábamos a los coadjutores menos severos o más ancianos que apenas nos podían oír lo que decíamos susurrando con miedo y vergüenza. Evitábamos el encuentro con don Eustaquio o don Elías, o don Felipe, todos ellos rectos, estrictos y puritanos y hacíamos cola ante los confesionarios donde reconciliarnos con la gracia de Dios y en cuyo interior dormitaba un don Gabino, un don José, o un con Onofre, aburridos, con ganas de irse a casa y cuyo baremo de penitencia era un padre nuestro y tres avemarías.

La Mota era ese jardín en el que el maligno con sus tentaciones nos invitaba a probar la fruta prohibida.

Pero La Mota no era ese Paraíso perdido, era un parque con un largo balaustre desde el que mirar una vega verde que llegaba hasta las montañas azules, una pradera con una fuente mineral o una estación del ferrocarril donde llegaban o desde la que partían los trenes rumbo al norte y al sur.

Hubo un tiempo no tan lejano en que a La Mota se la dotó de música que llegaba a todos los rincones a través de altavoces. Una delicia sentarse a leer, cualquier libro prestado en la pequeña biblioteca regentada por Lidia, mientras se escuchaba un concierto de Beethoven.

Siempre me dieron pena y me siguen dando cuando bajo ellos paso todas las mañanas, los tilos, unos tilos que, a diferencia de los otros que conozco, el fruto carece de olor y de sabor, no es apto para infusiones.

Un árbol que significa la sabiduría y que, según la mitología griega, nos relata la historia de Fílira, una gran benefactora de la humanidad, hija de Océano. Fílira en griego quiere decir tilo. En cierta ocasión, Cronos yació con ella, pero la diosa Rea los sorprendió juntos, por lo que él se transformó en caballo y huyó al galope; el hijo que nació fue mitad equino y mitad humano: el famoso centauro sabio Quirón, preceptor de héroes y sabios. Fílira fue transformada en tilo.

Por eso me detengo y los observo, por eso me gustaría que hablaran y me dijeran cuanto han visto acontecer a su sombra.

Y ya, metidos en mitología, también podríamos comparar La Mota con la caja de Pandora, la primera mujer hecha por orden de Zeus para introducir males en la vida de los hombres después de que Prometeo, yendo en contra de su voluntad, les otorgara el don del fuego. Para unos, Pandora es la que todo lo da y para otros el regalo de todos, la figura de la Eva de que nos habla la Biblia. La precursora de cuanto acontece a la humanidad.

Prefiero a una Mota quieta, callada, no habladora ni chismosa. Entregada, dispuesta a que la disfrutemos. Una Mota limpia, pulcra y tranquila. Una mota luminosa de día y misteriosa de noche. Solo falta el murmullo de cualquier fuente, ese caer del agua constante que nos cautiva en el Alhambra granadina.

Espero que alguien se apodere de esta idea y un día veamos como torcaces y golondrinas bajan a mojar su plumaje mientras nosotros nos quedamos escuchando el goteo: "Como una ninfa hilandera/ la fuente, hila que hila,/ canta alegre y risotera/ mientra un hilo destila". (Porfirio Herrera).