Si hay algo que más me moleste en esta vida es que alguien me diga, ¿pero existe Zamora? Claro que existe, idiota; como existe Teruel, como existe Riaño, aunque esta última duerma bajo las aguas del pantano.

Cada vez que llego desde Benavente, no puedo por menos que perderme por el Zamora que aún permanece inamovible, las calles, las calles por las que anduve tras soportar los exámenes en las aulas del Claudio Moyano. La de Santa Clara, tan recta, tan inmensamente larga, tan llena de gente sea la hora que sea. San Torcuato, comercial, estrecha y como afluente de su hermana con la que constante se comunica. Regresar a los lugares que me asombraron por ser pintorescos o atraído por su sabor: unos bocatas de atún pringoso servidos por un hombre peculiar al que jamás vi fuera de su peto azul, hablo, claro está, de la Bodega de Ventura. Toneles que servían de mesas y en torno a ellas muchos con los que después, a lo largo de mi vida tuve contacto directo: periodistas, escritores locutores de radio, pintores, escritores, deportistas? Recuerdo a un Herminio Ramos joven, a un Luis Quico, Miguel Villafranca o, acaso, un Claudio Rodríguez, junto a un José Luis Viloria. A Antonio Pedrero, Alfonso Bartolomé, Carlos Piñel, Ricardo Flecha, Patxi, Torre Cavero, San Gregorio y muchos más que son y fueron mis colegas y amigos. Pero me quedé en aquel Zamora de los refritos: los pinchos del Lobo, "las perdices", que no eran sino sardinas rebozadas, o "los tiberios", mejillones escondidos bajo una capa de pasta roja y picante; los callos "el bacalao a la Tranca" o el "dos y pingada".

Si se hablaba del barrio de la Lana, se hacía en tono bajo, aunque para todos, simplemente fuera La muralla.

Un viejo putero me narró la vida de La Margot y de La Pura, las reinonas de los barrios chinos de Salamanca y de Zamora.

Margot, paisana de Benavente, amiga o amante de Rafael Farina al que encumbró con sus "jayeres" y a la que, como en todas las historias de puterío, dejó arrinconada cuando no le hicieron falta sus servicios. De Pura, que cada uno ponga su criterio y la añada a sus recuerdos que seguro existieron.

Pero por encima de esta Zamora, existía y existe la otra, la de Vellido Dolfos, la del Cid y la de Urraca. La Zamora que no se gana en una hora, pero sí es capaz de enamorar en diez minutos. La que se mira al Duero, la que escribió su historia y navega por las páginas del romancero. La que añoraba Claudio, la que cantaba Blas de Otero: "El Duero. Las aceñas de Zamora/ El cielo luminosamente rojo./ Compañeros. Escribo de memoria/ lo que tuve delante de los ojos".

Esa otra Zamora me deslumbró, como lo hizo la descomunal culebra de la iglesia, visita casi obligatoria para el forastero al que atemorizaban sus más de ocho metros de longitud.

Echo de menos esa rivalidad futbolística, los encuentros entre el atlético y el club deportivo y durante los que los seguidores de uno y otro equipo daban suelta a su cabreo. Y en medio de toda esa jauría desatada, un Higinio, el trencilla vestido de negro, soportando estoicamente insultos y barbaridades.

La rivalidad entre Zamora y Benavente no deja de ser la misma que existe entre León y Ponferrada o entre Vigo, La Coruña y Compostela: "una trabaja, la otra vive y la otra reza", dicen los gallegos.

También aquí decimos: "Benavente se queja, la Puebla llora, pobre La Bañeza, que queda sola".

Zamora es el pueblo más grande de la provincia de Benavente, se solía decir como chufla y hubo alguien que se lo creyó. No era justo que al pueblo que comenzaba a industrializarse no se la dotara de los servicios necesarios para no tener que desplazarse a la capital a resolver sus problemas. La mala comunicación fue otro de los factores que nos distanciaban y que vimos en la proximidad de León el lugar idóneo para abastecernos.

Ha pasado media vida y, aun así, algunos siguen pensando que Zamora nos envidia.

Benavente existe, como existe Zamora. Lo malo es que a ella vamos cuando el dolor, la enfermedad, la puta quimio o la diálisis, nos empujan a tener que hacer ese maldito viaje. Y eso la hace desesperadamente odiada. Por eso es necesario patearla, acercarse al interior de sus templos románicos, a su catedral. Cruzar el puente, ir a extramuros de la ciudad, al barrio de Olivares, donde está ubicada la iglesia de Santiago de los Caballeros y en la que, según cuenta la historia, veló sus armas el Cid antes de ser armado caballero.

Fernando II entregó Zamora a su hermana Urraca en el Pacto de la Concordia firmado en Benavente el 11 de diciembre de 1230. Se me han ido los amigos sin casi soltarlos de la mano, parte de esa muchedumbre, que como José Luis de Castro me dijo un día: si hacemos una concentración de todos los que hemos estado acampados en San Pedro de las Herrerías, sería corto el parque de la Marina porque no cabríamos todos.

El último en irse ha sido Pepe Diez Barrigón, un hombre del teatro. Un hombre al que su pasión era dirigir. Mi última conversación con Pepe fue en mi café, junto a Maruchi Fresno y a Carmen de la Maza. A las dos mandó que se retirasen a dormir para nosotros dar rienda suelta a lo que, como él dijo, no pueden escuchar vuestros castos oídos.

Eran historias de enredo con final feliz en las que participamos Felipe de Castro, Antonio Casado, Paco Méndez y alguno más. No éramos gastadores porque nada teníamos para gastar, pero sí una escuadra de amigos que hemos continuado fieles a esa amistad.

"Allá en Castilla la Vieja un rincón se me olvidaba, Zamora tiene por nombre, Zamora la bien cercada; de un lado la cerca el Duero, de otro Peña Tajada, del otro veintiséis cubos".