Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?" (¿Hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia, Catilina?)

Con estas palabras Cicerón atacaba en el Senado al conspirador.

Lucio Sergio Catilina fue un destacado político romano, que ha pasado a la historia por ser el protagonista de una conspiración para destruir la república. Postulado varias veces para nombrarse cónsul, nunca consiguió obtener el título y la única posibilidad para proclamarse era emplear la violencia y la revolución popular.

Y valiéndose de esa plebe enfervorecida, con subterfugios que todos creyeron con promesas falsas, con ensoñaciones y quimeras, reunió bajo su bandera un nutrido grupo tomando posiciones para el asalto al Senado. No reparó ni en crímenes ni en torturas. Incluso el propio Cicerón consciente de lo que podría suceder debería de ser eliminado.

Esto ocurría el 22 de octubre del año 63 antes de Cristo.

Catilina murió en la batalla de Pistoria. Se le cortó la cabeza y esta fue llevada a Roma, como prueba pública de que el conspirador había muerto.

Bien sabemos que el populismo es capaz de despertar el entusiasmo en la masa y arrastrar en pos de él a toda una colectividad cansada de escuchar falsas promesas, frustradas ilusiones y cantos de esperanza. Desde el caudillo Moisés, que aglutinó tras él a todo el pueblo hebreo; hasta Hitler, elevado al poder por el pueblo alemán, la táctica es siempre la misma: controlar las emociones propias para llegar al corazón de los otros. Manifestar su fuerza para conmover las debilidades de la masa. Recordemos que Hitler ya había intentado una insurrección que le costó la prisión, aunque de los cinco años a los que fue condenado, solo cumpliera dentro de ella ocho meses.

Sería una estupidez por mi parte si comparara la conjura de Catilina con los acontecimientos que están ocurriendo en Cataluña.

La historia, por ser tozuda, es como aquellos maestros que nos hacían escribir en el encerado cien veces la palabra, la frase o el castigo para no olvidarlos jamás. Se quiere reescribir la historia aprovechando que la historia, por haber sido desterrada, no se conoce. Se ensalzan las figuras de sus políticos, porque como dice Américo Castro: "El problema de los separatistas catalanes es que están dolidos, porque quisieran tener una historia que nunca ha tenido lugar".

Desde 1922, año en el que Francesc Maciá funda el Estat Catalá, hasta 2015 en el que Artur Mas proclama el secesionismo, la constante siempre ha sido la misma: la independencia de Cataluña. Una comunidad que no solo incluya lo que ellos llaman la "Cataluña Norte", el Rosellón y la Alta Cerdeña, sino que se extiende por el sur, hasta llegar a Aragón, Baleares y Valencia, en los llamados Países Catalanes.

Ocultan parte de la historia (1472 Juan II obtiene la sumisión de Barcelona); o la borran de su memoria atribuyéndose la propiedad del Rosellón, territorios que pertenecieron, primero a Francia y luego a Aragón y después devueltos de nuevo a Francia (1475) para posibilitar la subida al trono de Isabel la Católica.

Repito que cuando se destruye la historia y se trata de reinventar otra, hasta santa Teresa o Viriato forman parte del elenco catalán.

Ya el rey Carlos V le advertía a su hijo Felipe II la difícil gobernabilidad de portugueses y catalanes. Pero mucho antes, esa misma discordia, constante y molesta como una mosca cojonera, la tuvieron el rey Juan de Aragón y su hijo, el rey Fernando, después Fernando el Católico, con sus vecinos díscolos.

Es obvio que jamás Cataluña fue reino como lo fuera el nuestro de Castilla o de León y simplemente fue un condado adscrito a la corona de Aragón.

Esta constante y ya cansina reivindicación es tan sosa y aburrida como el ritmo de la sardana, con sus pasos, que no se sabe uno si se van o si se quedan.

Mejor sería que antes de pedir devolvieran cuanto nos han llevado, mejor dicho, nos han robado.

"Su gran conocimiento sobre escultura le hizo conseguir una importante colección de arte, que en el año 1946 le llevó a crear el Museo Marès, que después donó al Ayuntamiento de Barcelona".

Por supuesto que sabía y mucho de arte y de cómo engañar a los pobres sacerdotes de nuestra comarca que cedieron sus sagrarios, cristos, retablos, cuadros románicos o góticos, por las escasas monedas que este "conocedor del arte" ponía en sus manos para aliviar de goteras la techumbre de sus iglesias.

Y consentimos ser simple comunidad olvidando que Castilla fue la cuna de las Españas, la que se alió en la empresa colectiva de las Navas de Tolosa; la que hiciera posible la Reconquista, la que para bien, más que para mal, alzara al trono a Isabel y Fernando, o la que contribuyera al descubrimiento de América. Y por ello ni hemos pedido recompensas ni nos hemos afligido. Muchas veces nos olvidados de quiénes fuimos y nos conformamos con las migajas que de vez en cuando nos conceden, no para acallarnos, sino, simplemente, porque nos pertenecen.

Aburre, cansa, nos hace bostezar este conflicto que dura y dura y durará porque es un cáncer que corroe, tratando de ser lo que no son. No por eso dejaré de escuchar a mi querida Caballé, Carreras, Pau Casals o a Serrat. O haré de la lado a Josep Pla, Eduardo Mendoza o Manuel Vázquez Montalbán. Si dispongo de ocasión volveré a tomarme un cubata en cualquiera de las terrazas de la plaza Real o escuchar el mejor jazz en el Jamboree.

Claro que cuando me plante bajo el monumento a Colón erigido en la Ciudad Condal me preguntaré: qué coño hacemos los dos aquí. Putos extranjeros.