Llegará un triste día en que tengamos que decir adiós a las salchichas, al jamón, al pollo, a las chuletillas de cordero, al pescado, e incluso a las cebollas que tanto nos hacen llorar.

Estamos asistiendo a ese espectáculo que pone siempre el broche de oro en cualquier acontecimiento artístico, lo que se dio en llamar fin de fiesta.

Ya ha desfilado todo el mundo por la pista del circo, incluso los payasos nos hicieron reír; pero ahora, inesperadamente vuelven a saltar para un más difícil todavía.

Recuerdo la primera vez que mi padre me llevó al circo, lloré como un descosido al ver cómo me golpeaba la cabeza con un gran mazo de cartón un clown haciendo que saltaran chispas de mis orejas. El número cómico nos atraía, pero los animales nos fascinaban.

Sería imposible de otro modo ver en nuestra fuente mineral o en la plaza de cualquier ciudad, donde se instalaba la carpa del circo, caminar desgarbada a la jirafa, oír el rugido del león, temer ser aplastado por la pata de un elefante, o jugar entre los macacos y los gorilas.

¿Cuántos de nosotros podremos hacer una incursión en África para contemplar la fauna en su propio hábitat? ¿Cómo explicarle a un crío la diferencia entre una gallina y un pavo real?

Solo asistiendo a estos espectáculos, solo acercándonos a las jaulas, solo ver desde lejos como el domador hace pasar por el aro a la pantera, o sienta dócilmente sobre la banqueta a los feroces leones podemos estar cerca y ver la belleza de estos animales.

Pues bien, ahora hasta eso nos quieren prohibir: la exhibición de animales en los espectáculos públicos. Aduciendo el qué, pues que sepamos todos no se les inflige maltrato alguno, todo lo contrario.

Si no fuera porque no son payasos y porque respeto sus osadas opiniones, me moriría de risa.

Me gustaría saber en qué consiste su comida, salvadores de todo, porque la patata, la lechuga, la manzana y el caracol también sufren cuando son separadas de sus tallos o arrancados de su entorno natural.

Me vendrán diciendo que a los animales se les anestesia antes de degollarlos, ese es el recurso con el que narcotizan su conciencia.

¿Por qué corta usted esa flor? ¿Para emplearla unos días como adorno dentro de un jarrón? ¿Para que las amistades que acudan a sus casas les consideren fieles amantes de la naturaleza?

Oiga, ¿y qué me dice usted del aborto? Si, a usted, amante de la naturaleza, no mire para otro lado y me venga con la retórica de la libertad. Escribe Miguel de Unamuno: "Si sientes que algo te escarabajea dentro, pidiéndote libertad, abre el chorro y déjalo correr tal y como brote".

Las imposiciones sabemos hacia dónde nos conducen.

Lo malo es que solo imponen aquello que les molesta. ¿Acaso al canario enjaulado se le ve feliz porque nos canta? ¿Que la tortuga que tenemos dentro del acuario o el pez, están más cómodos nadando tras el cristal que en el río?

Pero no solo la fauna tiene capacidad de sufrimiento. La ciencia, que avanza una barbaridad, nos demuestra que las plantas no son capaces de reaccionar si tocamos o arrancamos sus hojas, pero si un gusano se posa sobre ellas e hincan su aguijón, la planta tratará de defenderse y no solo eso, sino que alertará a sus vecinas sobre el peligro. O las plantas carnívoras que inmediatamente tratan de cicatrizar la zona de la que se han arrancado sus hojas.

Entonces que no nos vengan con doble moral. Me opongo a que se le arranquen los colmillos al elefante, el cuerno al hipopótamo. Que se abata al ciervo, a la perdiz o con nocturnidad se espere al jabalí. Hasta puedo estar de acuerdo que el hombre es el mayor depredador, pero no me hagáis comulgar con la absurda ocurrencia de que se debe prohibir la exhibición de fieras y animales en los circos.

¿También en los zoos? Llegamos a tal patochada que según sus salvadores pondremos en peligro la supervivencia de ratas y ratones, lagartos y sabandijas, cucarachas y avispas. Todos, pobres animalitos que también obtuvieron su pasaje para viajar con Noé dentro de su arca.

Y llegamos a la conclusión de ¿cuál será nuestro alimento cuando protejamos hasta las lechugas?

Cierto que nuestros ríos se han quedado sin pesca, y nuestros montes sin perdices ni liebres. Pero eso no se salva con la protección de la falsa moral.

Nadie se ríe de las fieras y todos tememos su poder y su crueldad. Eliminemos las fiestas de los toros y lo que haremos con ello no sería su protección, sino su eliminación porque ya no serviría para nada, ni para exhibirlo en el circo.

Eso sí, disfrutemos de cómo se juega la vida un trapecista a 20 metros de altura sin importarnos si en el triple salto mortal por equivocación deja su sesera en el suelo. Hacemos burla y disfrutamos con los payasos sin darnos cuenta de que siempre ha de haber uno tonto que sufre y es el centro del sarcasmo, frente a un listo que lo consideramos como un héroe.

Francamente no entiendo estas posturas protectora y menos cuando no tienen reparos de ir bajo la pancarta del sí al aborto.