El cambio de agujas es un sistema que permite a los trenes cambiar de una vía a la otra. Ese cambio de agujas existió, y aún quedan huellas de ello, junto al viejo depósito donde repostaban agua y llenaban sus tanques las máquinas que llegaban a nuestra estación. Muchas referencias podríamos hacer y recuerdos traer aquí de lo que significó el paso de los trenes por nuestra ciudad, pero como bien he dicho, de aquel esplendor solo queda el edificio de la estación, los árboles que la circundan y la nostalgia o las nostalgias de los que un día fuimos transeúntes en espera o en llegada sobre el andén que aún hoy parece que añora el paso del correo o del tren mixto o de los mercancías que constantes subían o bajaban por las vías férreas.

Por tren llegaban a Benavente no solo las noticas escritas en la prensa que Mauricio o Andrés se daban prisa por distribuir primero en bares y calles y luego en sus respectivos quioscos.

También llegaban viajeros, mercancía, maquinaria, trileros, vendedores, truhanes y gente de buen vivir.

Era el brazo infinito que nos unía a otros lugares, que nos aproximaba a ellos.

Siempre me gustaron las historias de trenes porque los recorridos tenían un encanto especial. Nunca sabías quiénes eran tus compañeros de vagón hasta que rota la frialdad del diálogo te hablaban o contabas tus penas o tus proyectos de vida. Daba para mucho el trayecto porque el caminar era lento y de paradas constantes.

Nunca entenderé por qué los trenes si no aportan beneficios han de ser aniquilados. Pena da ver el museo del ferrocarril en Ponferrada, las enormes Mikados durmientes olvidadas, casi convertidas en chatarra, testigos de hierro que tantas veces subieron o bajaron por estas vías hoy desaparecidas y que lanzaron su pitido siniestro al perforar los túneles o el otro pitido más alegre al acercarse a las estaciones para tener sus cinco minutos de merecido descanso.

¡Qué afán más absurdo levantar los raíles!

Este país se ha convertido en un juego de o todo o nada y preferimos la nada porque es más cómodo, no nos produce dolores de cabeza creyendo que nos hace más libres.

Unos dirán que es el progreso y en aras de ese progreso sacrificamos lo que damos por inútil.

También podríamos decir que son inútiles los ríos si no los convertimos en fuerza motriz que los transforma en electricidad.

Escribía Leonardo Da Vinci: "Todos los elementos, cuando están fuera de su sitio natural, desean volver a él, principalmente el fuego, el agua y la tierra".

Y por desgracia, constantemente lo estamos viendo. Cuando ellos se enfurecen temblamos y nuestra reacción es huir, escapar ligeros.

Pero aquí no se trataba de huir, sino de carecer de fuerza para detener el desmantelamiento total de una vía férrea que unía el norte con el sur, desde Gijón hasta Sevilla.

Habría que saber si tanta chatarra revertió a los bolsos de la Renfe o enriqueció a alguien como ocurre en cada atropello que se comete sin control. Hasta las traviesas se llevaron.

Era todo un acontecimiento la llegada de los trenes a la estación. Era una aglomeración humana que se movía. Incluso recuerdo la llegada de un toro para la fiesta por este transporte ferroviario.

Era escaso por aquel entonces el tráfico por carretera y los camiones subían o bajaban repletos de pescado, de carbón, de frutas; esa fue la primera señal de progreso: recorridos más largos empleando menos tiempo y lentamente este tráfico absorbió el tráfico por tren.

Hay que temblar cuando alguien esgrime la excusa del progreso para meter la piqueta, desmantelar edificios o sepultar yacimientos. No importa, nos dicen, ahí os queda el testimonio fotográfico de todo como si a la memoria se la pudiese engañar con solo imágenes y recuerdos.

Benavente se quedó sin su tren como todos nos vamos quedando sin abuela, ¿será por eso, por la nostalgia de no tenerlo, por lo que ese trenecito urbano que recorre las calles en fiestas va siempre repleto?

Claro que aquí podríamos decir aquello que la madre dijo a su hijo Boabdil al perder el reino de Granada: "Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre".

Muchas historias podríamos narrar de lo ocurrido a lo largo de las desaparecidas vías, desde suicidios a catástrofes y atropellos. Desde la llegada de la imagen de la Virgen de Fátima en un Año Mariano hasta la marcha de los reclutas de cada quinta.

El tren de alguna forma marcaba la vida de esta ciudad, subidas, bajadas a la estación, pañuelos agitados en la despedida y brazos abiertos pare recibir a los que arribaban.

¿Cómo olvidar las horas pasadas mirando el reloj o escuchar la campana o el pitido que anunciaba que el tren entraba en agujas? Y se le veía aparecer por la curva de la antigua cerámica despacio. Y en el andén, sin poder contener la emoción, el ritual de los adioses o las bienvenidas. Las lágrimas de alegría o de tristeza, las promesas de las cartas y la esperanza del reencuentro.

El tren con su parsimonia de siglos. El tren que atravesaba los campos verdes en primavera y dorados y resecos en agosto. El tren cargado de sueños.

Aún resuenan en mi memoria los latidos de la locomotora soltando vapor antes de reanudar su marcha y el otro sonido, el del silbato del revisor antes de soltar aquello de ¡viajeros al tren!

Siempre soñé con tener un tren eléctrico que pitara y encendiera las luces antes de entrar en el túnel confeccionado con cajas de cartón y así se lo pedía año tras año a los reyes, pero eran años de carestía en los que no había presupuesto para juguetes caros. Tuvieron que pasar muchos años, casi media vida para que me despertara y sobre los zapatos encontrar una gran caja y dentro de ella un tren. Eran los reyes de María. Y lloré. Lloré porque volví a sentirme crío y me abracé a la caja con todas mis fuerzas.

Ahora el cambio de agujas es otro, un trayecto que nos lleva a una vía muerta y sin salida.