«Es como si fuera un milagro, no crece la hierba donde se apareció la Virgen», advierte Ciriaco Miguélez invadido por el nerviosismo. La advertencia de este vecino de Olleros de Tera es corroborada por otros paisanos que manifiestan su incredulidad ante el hallazgo de su paisano junto al santuario de Nuestra Señora la Virgen del Agavanzal.

Un grupo de vecinos de Olleros, ya con una edad avanzada, no dudaron en la mañana del domingo en acudir hasta la ermita de su patrona para comprobar lo que decían tanto Ciriaco como otra de las vecinas devotas de la Virgen, Paca Nistal Mateos.

En el lugar donde hasta hace cinco años se encontraba un montón de enmohecidas piedras y que la leyenda atribuye como lugar «sagrado» por haberse aparecido allí la Señora, «no crece la hierba, se seca al poco tiempo de nacer». Un espacio circular de dos metros y medio de diámetro, a poco menos de una docena de metros de distancia del muro orientado al Este de la ermita santuario, que aparece agostado entre el verdor de la superficie de terreno que circunda todo el recinto sagrado. En este lugar se apilaban, hasta hace ahora cinco años, un montón de cantos enmohecidos por el transcurrir de los siglos y que los vecinos de Olleros han venido respetando desde pequeños como si se tratara de un lugar sagrado.

Desde el último ermitaño, hace de eso casi dos siglos, hasta los vecinos Blas Colino en el año 1945, de Pedro Castaño y Francisco Álvarez Calzón, los últimos cultivadores de los terrenos de cereal, «siempre se ha venido respetando el montón de cantos rodados donde se apareció la Virgen», relatan los vecinos de Olleros apuntando a que estos vecinos disfrutaban de las tierras de Coto Redondo a cambio del mantenimiento del templo mariano.

Pero eso sí, siempre respetaron la creencia de los antepasados, hasta que hace cinco años con motivo de la construcción de los caminos en la segunda fase de la concentración parcelaria, un operario de la empresa constructora derribó con la pala de la máquina la pila de piedras trasladándolas hasta la parte más baja del camino de acceso a la ermita para que sirvieran de relleno.

«Las autoridades no debían haberlo permitido porque eso nos indignó a la mayor parte de los vecinos, pero el mal ya estaba hecho», explican también los vecinos Antonio Fernández, Carlos Fernández y Manuel Fernández.

Las piedras fueron profanadas hace cinco años, y ahora en el mismo lugar no crece la hierba, «¿cómo se explica esto?» se pregunta Ciriaco. Un recorrido por el terreno sin cultivo desde hace décadas muestra un signo de alegría a los presentes, dos pequeñas ramas de agavanzal, de escaramujo o rosal silvestre, surgen de la tierra. Una circunstancia que suscita evocadores sentimientos de emoción para este grupo de devotos de la Señora del Agavanzal procurando colocar unas piedras rodeando los pequeños arbustos para darles protección. Y ello junto al lugar, a los mismos pies, donde la leyenda señala que hace cinco siglos una voz procedente de un matorral de agavanzas le dijo a don Diego de Bustamante y Melgar, perteneciente a la Orden de Santiago, caballero de la reina y dueño de estos terrenos del coto Redondo: «Agavanzal, del Agavanzal soy».

El noble con casa palaciega en la villa de Toro se dirigía a su residencia desde la ribera del río Tera cuando se le apareció una blanca paloma que comenzó a revolotear a su alrededor provocando los deseos de captura de don Diego quien tras varios intentos de aprisionarla entre sus manos no conseguía atraparla hasta que el ave se posó sobre un matorral de agavanzas y don Diego pudo finalmente cogerla encerrándola en una jaula.

No obstante, un descuido del personaje hizo que la paloma consiguiera liberarse de su prisión hasta posarse de nuevo sobre el mismo matorral de agavanzas dejándose apresar sin ofrecer resistencia alguna. Fue entonces cuando surgió la voz sobre natural: Agavanzal, del Agavanzal soy» y don Diego rebuscando entre la espinosa mata encontró una imagen de una bella Señora decidiendo que en ese mismo lugar levantaría una capilla.

Hasta aquí la leyenda, pero lo que si está claro es que en el siglo XVII, don Diego de Bustamante y Melgar mandó erigir una pequeña ermita que con el tiempo ha devenido en un esbelto templo mariano con fuerte arraigo devocional a su patrona la Señora del Agavanzal desde los mismos orígenes de la construcción. Incluso gozó desde el principio con una bula de indulgencias para sus cofrades expedida en Roma por el Papa Inocencio X en el año 1654, a sólo unos meses antes de fallecer el pontífice en la ciudad eterna el 7 de enero de 1655. Un documento papal que ha obrado en poder de los legítimos herederos de la ermita y terrenos sobre la que se alzó, el pago de Coto Redondo de Olleros de Tera. Documento que pasó a manos de la Diócesis de Astorga cuando el entonces prelado, Jesús Mérida Pérez, compró el 17 de octubre de 1950 «la ermita con su casa (la vivienda del ermitaño) y huerta o plantío y tierra labrantía denominada del Agabanzal» por una cantidad de 3.250 pesetas a su propietaria la baronesa de San Vicenso, doña María Menéndez Valdés y de Bustamante, legítima heredara del linaje de los Bustamante.