En el último tercio del siglo XIX la ciudad, protegida por las murallas, conservaba su estructura medieval. Las últimas guerras carlistas habían puesto fin a su utilidad defensiva, a su razón de ser original. El complejo entramado de sus calles y la angostura de sus puertas dificultaban el acceso de los nuevos vehículos y dificultaban la expansión deseada.

En 1897 y con absoluta indiferencia por las antiguas y maravillosas arquitecturas del Convento de la Orden de San Juan de Jerusalén, abandonadas desde la desamortización de Mendizábal, se construyó la primera fábrica de la luz de la ciudad de Zamora entre los restos de las viejas edificaciones y la Iglesia románica de Santa María de la Horta. ¿Qué importancia podía tener toda la historia que subyacía en aquel sorprendente lugar frente a la posibilidad mágica, casi milagrosa, de convertir la noche en día, solo con pulsar un interruptor?

En los umbrales del siglo XX cambió el mundo. Por entonces aún subsistían las veletas que marcaban la dirección de nuestros vientos. En los primeros años se derribaron los soportes que las sustentaban, el Chapitel de la Iglesia de San Juan y la Torre del Puente y desaparecieron el Peromato y la Gobierna entre la incomprensión de unos y la algarabía de otros. A partir de entonces fueron otros vientos los que orientaron nuestros derroteros.

Los nuevos adelantos aportaban muchos efectos positivos para la sociedad, pero al mismo tiempo la obsesión por el progreso trajo consigo un cambio de sensibilidad y como consecuencia el olvido de lo que hasta entonces constituía nuestra historia.

Solo, por la excitación que provocaba el progreso, se puede entender que en aquellos tiempos Pérez Cardenal, concejal del Ayuntamiento, procurando la dignificación y el embellecimiento de la ciudad, propusiera formalmente la demolición de la Puerta del Obispo, uno de los sectores más antiguos del primer recinto amurallado, lo que afortunadamente no llegó a realizarse, gracias a que el arquitecto Francisco Ferriol pudo evitarlo. Y solo es comprensible por lo convulso y complejo del momento que algunos años más tarde, en 1908, este mismo arquitecto planteara la demolición de la Iglesia románica y renacentista de San Juan de Puerta Nueva, las construcciones adosadas a la muralla que cerraba el primer recinto y el edificio del viejo ayuntamiento, con el único propósito de dotar a la ciudad de una Plaza Mayor, que fuera, según sus propias palabras «fiel imagen de la grandeza, desarrollo y prosperidad de la población».

La llegada del ferrocarril, las nuevas comunicaciones, la velocidad y la luz marcaban el compás de una sociedad diferente abocada irremisiblemente a la modificación de su forma de vida por la presión de los acontecimientos.

La inutilidad de las murallas al desaparecer las precisiones de defensa y la colmatación de los sectores comprendidos dentro de los diversos recintos amurallados fue el origen de la supresión de las cercas que delimitaban la ciudad. El crecimiento de la población no encontró entonces un método mejor para alcanzar sus objetivos que derrumbar las murallas, derrumbamientos que entonces fueron aceptados como la consecuencia de la necesaria adaptación a los nuevos tiempos. Estas transformaciones alteraron el carácter de los viejos entramados modificando, en algunos casos, las antiguas alineaciones de las calles, la escala y las relaciones entre los distintos barrios de la ciudad.

Los requerimientos de salubridad y las nuevas necesidades de vivienda provocaron el replanteamiento de los objetivos en atención a criterios de modernidad y constituyeron la coartada perfecta para llevar a cabo la destrucción de torres, puertas, iglesias y edificios de extraordinario valor histórico y arquitectónico.

Hasta finales del siglo XIX las plazas públicas acogían gran parte de la actividad comercial. La exposición de los alimentos a la intemperie sin ninguna clase de protección provocaba la deficiente conservación de los alimentos y los consiguientes problemas de la falta de higiene. La construcción del Mercado de Abastos, proyectado por Segundo Viloria en el lugar que ocupaba la Iglesia del Salvador, y que pretendía la construcción de un espacio «exterior» cubierto, fue, por sus características constructivas, su función y su forma, la más clara metáfora de la modernidad y constituyó uno de los principales agentes de transformación de los usos y costumbres.

Los nuevos materiales, el acero, los sistemas de fundición, los ladrillos aplantillados y en definitiva todos elementos y sistemas que proporcionaba la industrialización, permitieron la construcción de las más aventuradas edificaciones.

El nuevo puente sobre el río Duero, inaugurado en el año 1900 y construido con perfiles de hierro roblonados, era el mejor ejemplo de la nueva estética. Los elementos constructivos generaban la forma arquitectónica, prescindiendo de cualquier elemento impostado u ornamental.

Sin embargo el progreso no siempre era recibido con la aceptación que ahora, más de cien años después, cabría imaginar. La modificación de los usos y costumbres alterando las tradiciones provocaba la contestación de los sectores más reaccionarios. Y así, paso a paso, con división de opiniones, entre silbidos y aplausos la sociedad se fue transformando y con ella la ciudad.

En esta época se produce una innegable euforia social que originó un período de extraordinario vigor impulsado por la naciente actividad comercial y la influencia de los vehículos de transporte que permitían la importación y exportación de productos estimulando el comercio.

La ciudad, en otros tiempos silenciosa y atemorizada por la inseguridad y las enfermedades, se fue volviendo distinta, alegre y bulliciosa en la que la gente se echaba a la calle a disfrutar de las novedades y los nuevos inventos. Se abren nuevas zonas de ocio y de paseo como el Parque de Requejo. La iluminación y los carteles publicitarios van conformando una nueva estética urbana, aumentando el atractivo de las calles y las plazas, fomentando las relaciones entre los ciudadanos.

Dotaciones como el Instituto Claudio Moyano , El Casino, la Plaza de Toros, el Teatro Principal, el Teatro Ramos Carrión… responden a las precisiones de la sociedad para los nuevos tiempos, para los nuevos modos de convivencia y comportamiento, adaptando nuestras costumbres a modelos ya experimentados en otras ciudades.

Los adelantos y las comunicaciones favorecían la llegada de personas con diferentes puntos de vista, de nuevos materiales y nuevas técnicas, de los últimos estilos arquitectónicos.

En los primeros años del siglo XX, por razones diversas, recalan en Zamora arquitectos, de otras latitudes y con otra formación, aportando su conocimiento y experiencia a la construcción de la ciudad. Esta contribución unida a la prosperidad del sector cerealista, que favoreció la construcción de importantes fábricas, y al enriquecimiento de sus propietarios, fueron los componentes que generaron un importante desarrollo. Así, nuestras calles, se fueron nutriendo de edificios modernistas, neoclasicistas, románticos, incluso algunas aproximaciones al racionalismo europeo. Esta yuxtaposición de lenguajes arquitectónicos generó un conjunto heterogéneo, ecléctico y deslumbrante, que constituyó la más clara expresión de la modernidad y cuyo exponente más ejemplar lo representa la plaza de Sagasta.

Hasta la primera mitad del siglo XX, la ciudad se desarrolla a partir de un núcleo con una fuerte presencia monumental y simbólica en el que es fácil leer lo sucedido con el paso del tiempo. Pero a medida que la ciudad crecía y como consecuencia de las presiones especulativas, se tornaba más homogénea y vulgar sin rasgos característicos que constituyeran una referencia o un hito reconocible, en la que los nuevos trazados y edificaciones ya no atienden a las necesidades objetivas y olvidándose de responder a las tensiones entre los condicionantes sociales, topográficos, culturales históricos.

La ciudad fue objeto de una profunda metamorfosis

Dentro de los límites de las antiguas cercas es comprensible y concreta, y durante un largo período se mantuvo el equilibrio y la sensatez en la mayor parte de las intervenciones, fuera, en los sectores en los que la ciudad iba creciendo se convierte en otra, arbitraria y abstracta, en la que todo pasa a ser irreconocible y confuso. Este es el peor efecto de las influencias que trajo consigo el desarrollo y los nuevos tiempos. No existía un proyecto coherente y unitario de ciudad. El suelo pasó de ser el espacio necesario para la construcción de los edificios y el ámbito natural en el que se desarrollaba la vida de los ciudadanos a convertirse exclusivamente en artículo de negocio.

La evolución urbana provocó el desplazamiento del centro y consecuentemente de la actividad. Esto originó un cambio radical en las características de la ciudad antigua, provocando la desvitalización de las viejas estructuras y, en algunos casos, se transformándose en una extraña periferia que trajo consigo la ruina funcional y el derrumbamiento físico, si bien esta forma de crecimiento y la condición periférica con el tiempo se convirtió en un agente de conservación.

Los años 30 representaron, en cierto modo, el final de la aventura. A partir de entonces el ensanche comienza a poblarse de edificaciones de varias plantas. La institucionalización del planeamiento, que se entendía como la base necesaria y fundamental de la ordenación urbana y que se consagra en la ley del suelo de 1936, tiene, por su planteamiento general, efectos perniciosos que alteran la esencia de la ciudad. A partir de ese momento comienza a ser difícil saber en qué lugar, en que ciudad estamos.

En los años 40, después del drama terrible de la guerra civil, se inicia un periodo regresivo con un lamentable nivel cultural, en el que todo se regula mediante severos controles administrativos y de excesiva dependencia normativa, lo que generó un paisaje monótono y penoso en el que desaparecen los pormenores y la atención a los detalles. Las políticas urbanísticas dependían, en muchos casos, de las previsiones de los propietarios de los terrenos y los edificios respondían a las ideas imperantes, a pesar de lo cual destacan algunas actuaciones excepcionales como el extraordinario conjunto de la Universidad Laboral proyectada por Luis Moya.

En 1949 se redacta el plan General de Zamora y se descubre la formula: el planeamiento urbano. En sus proposiciones, la forma se deriva de la aplicación obsesiva de la ley, prescindiendo de las determinaciones culturales, del clima o de las características del territorio. La preocupación por lucrarse, tratando con indiferencia los valores de la ciudad histórica, fue más perniciosa que la especulación misma. Asimismo el nuevo planeamiento provoca la desaparición de las actividades vinculadas, vivienda-trabajo, que tanta importancia habían tenido en la personalización y la identificación de las edificaciones y en la caracterización y dignificación del espacio urbano.

A partir de los años 60, las presiones de los propietarios del suelo y la indiferencia generalizada por la ciudad y su forma de crecimiento fueron el origen de uno de los periodos más negativos y oscuros.

El planeamiento se llevó a cabo sin una sola idea que sustentara las decisiones urbanísticas, y esa carencia de un proyecto unitario provocó la falta de cohesión formal y funcional entre los distintos barrios, generando actuaciones deslavazadas, inconexas. Estas actuaciones provocaron importantes desequilibrios derivados de la improvisación y de la falta de atención a lo verdaderamente importante. En muchos casos se destruyó el paisaje urbano y en otros se construyeron conjuntos arquitectónicos que nada tienen que ver con el territorio no con la tradición de esta maravillosa ciudad, tan maltratada en aquellos tiempos.

En el último tercio del siglo volvieron a soplar nuevos vientos, pero con las dificultades, a veces insalvables, de combatir las inercias y los malos hábitos de la época anterior. A pesar de todo es innegable que una renovada sensibilidad ha permitido poner en valor parte importante de nuestro patrimonio histórico, que con su presencia se convierte en ejemplo contra las imprudencia. La ciudad ha sido testigo de la construcción de algunos edificios extraordinarios que sin duda contribuyen al ennoblecimiento de los entornos urbanos en los que se encuentran.

De ahora en adelante deberíamos de tener presente que la ciudad que nosotros construyamos será, antes de lo que imaginamos, la ciudad histórica. Tal vez de ese modo tomemos conciencia de la importancia trascendental de nuestra aportación.

En este siglo controvertido y variable, colmado de caminos de ida y vuelta, también han cambiado las actitudes, y lo que algunos han venido a llamar, de forma grandilocuente, las ideologías. Los que al principio del sigo XX estaban en contra de la conservación del patrimonio histórico eran los progresistas y los que apostaron por su defensa los conservadores. Transcurridos cien años, parece que se han cambiado los papeles. Lo único cierto es que los que protegen nuestro patrimonio cultural y urbano son sus defensores y los que lo atacan, de una forma o de otra, son sus detractores.

Todo lo bueno y positivo que sucedió en este siglo fascinante fue el fruto de aquel impulso transformador, de aquella ilusión por alcanzar el futuro, y todo lo malo fue la consecuencia del egoísmo, de aquellos que no entendieron que la ciudad es el ámbito común en el que conviven los seres humanos, y que su felicidad depende, en gran medida, de, de su racionalidad y del equilibrio de sus proporciones. Quizás la experiencia de estos años nos sirva para aprender el valor intrínseco de las viejas veletas y de las piedras que las sustentaban.