Lo voy a hacer complicado: pido convertirme en Gregorio Samsa, ya saben, el personaje (raro) de Kafka más conocido que se metamorfoseó en un insecto sin clasificar. Demando transformarme en el susodicho y transmutarme en tordo. Sí, sí, en estornino, ese pájaro negro que grazna quejas en un tono estridente y provocador. Y, ¿por qué? Voy con la explicación.

Quiero volver a disfrutar del sabor redondo, maduro y carnoso de las cerezas. Hace años que las como verdes, insípidas, sin el azúcar propio que las distingue y que chupan 15 días antes de estar en su punto, ese tiempo que gestionan los tordos como nadie para ir comiéndoselas en su estado de plenitud. Yo no, yo verdes o nada.

He pasado el fin de semana en la finca, en el pueblo, en Sanzoles, donde se amontonan un puñado de árboles frutales. Tengo especial predilección por los cerezos. Uno de ellos, de una variedad temprana, dio el fruto antes de San Isidro. Ni probarlas. En dos días el rojo del árbol se transmutó en negro y después en verde, en hojas. Ahora, hay otros cuatro cerezos en sazón. Y estos días me he empleado a fondo, y sin éxito, en proteger las joyas coloradas. Afónico estoy, con un dolor de garganta de otorrino, desesperado y corrido.

Corre el rumor en el pueblo, porque todo se sabe, de que me he vuelto loco. Que me han oído gritar improperios en soledad, que corro como un desesperado de un lado a otro, siseando, gritando, insultando, maldiciendo. Y es verdad, no lo de la locura, que eso va en la condición, lo de los gritos.

Hasta desempolvé la escopeta de perdigones. "Quieto "parao"", me dijo un vecino, "que están prohibidas y los tordos son intocables, te van a cagar encima". Ni escopetas, ni redes (también prohibidas), ni plásticos espantapájaros (también prohibidos). Desesperado, lo hice: llené un bol con cerezas sin madurar y en esas estoy: comiendo masa verde. Sé que cuando vuelva a la finca ya no habrá nada, solo cuñas.

¿Entienden ahora mi obsesión por convertirme en tordo? En un animal protegido, que vive a cuerpo de rey.

P. D. Cuando las cogía verdes, el vendedor ambulante gritaba a todo pulmón: "Cerezas del Jerte, maduritas, muy ricas...". Para desesperarse.