Lo que ocurre en los recovecos del alma nunca sale en los periódicos. La existencia se consume en mil vivencias y solo algunas aparecen en rojo en el calendario de la vida, y no siempre las más importantes. Seguro que los dos detalles que voy a contar no harán sangre en los protagonistas, pero sí me hicieron pensar a mí, en la mañana del lunes, sudado y en plena carrera por la vera del Duero, pegado a Zara, loca y en celo, que zigzagueaba buscando ventear olores y asustar a las palomas.

Junto al Puente de Piedra, en la margen izquierda, dos hombres mayores recostaban recuerdos en un banco. Al ver a Zara, pizpireta y alocada, pasar frente a ellos, uno gritó: "¡¡Guapa... que guapa es!! Y noté a la carrera un borbotón de nostalgia en la expresión. No sabré nunca porque ni me paré ni pregunté, pero di por hecho que el de la exclamación fue cazador en su juventud y que la presencia de un hispano bretón en pleno esfuerzo le revolvió las mientes y recordó otros tiempos cuando él maneaba los pagos de Tierra de Campos en busca de "rabonas" y "patirrojas" de las de antes, de las que se conocían todos los terrenos de los barbechos con besanas torcidas.

Ya cerca del puente sobre la autovía, que emboca la avenida Cardenal Cisneros, pero todavía pegados -Zara y yo- al Duero domeñado con vientre brillante de limo y amodorrado por la humedad que está de paseo, vi a un hombre en la orilla del río sentado en una silla articulada, con motor, de las que utilizan las personas con escasa movilidad. Me di cuenta al momento que esperaba el vibrar oscilante de una caña de pescar montada junto al agua. Allí, sobre el artilugio con motor, sentí que soñaba en otros tiempos en los que bajaba al río por su propio pie y se pasaba muchas mañanas pescando carpas royales (las de menos espinas) que servían para alimentar a su familia numerosa.

Las dos escenas gatearon por una mañana clara y dejaron poso. Por eso están aquí. Para que mueran con el papel.