Abril con polvo, malo, malo, malo... La expresión se la escuché a mi abuelo alguna vez y la he vuelto a recordar ahora cuando los campos se llenan de colas de caballo que son la sombra de tractores y maquinaria agrícola, en un imagen más propia del estío que de la primavera.

No llueve y agricultores y ganaderos esperan en la consulta del traumatólogo para calmar los dolores de cervicales. No dejan de mirar al cielo, eterno movimiento ancestral que seguramente ha dado contenido a todas las religiones.

Los he visto maldecir, rezar, poner cara de circunstancias, mirar con ansia los telediarios buscando esa borrasca salvadora, preñada de ilusiones. Llevan semanas buscando respuestas, pero nada: Brasero mira para otro lado, los semanasanteros rezaron a sus imágenes y los turistas se pusieron ropa corta. Nadie quería que lloviera en Semana Santa. Vale. ¿Pero y después?

Dicen que habrá cambio de tiempo hoy mismo, pero las previsiones hablan de que todo el agua que caiga se recogerá en un caneco. Mal asunto. Los regantes ya empiezan también a ponerse nerviosos porque los canales están delgados y los embalses están a menos del cincuenta por ciento de su capacidad.

Ahora, en este tiempo, la lluvia sí que es vida. Aurelio González me dice por la calle: "Malo, malo, malo. Parte de la cosecha ya no tiene remedio, se ha perdido". "Que no hombre, que no, que sois muy pesimistas. Ya pasó un año, hace veinte o así, que empezó a llover en mayo y no paró hasta julio. Hubo un cosechón", le digo. "Ya, pero eso ocurrió hace mucho tiempo, la realidad es la realidad. Y esto no son cuentos".

Esta dependencia de la naturaleza que ha tenido desde siempre esta tierra ha acabado forjando el carácter de sus gentes. Como para no ser desconfiados, estoicos y sufridos. Aquí siempre vivimos mirando al cielo, pidiendo milagros que deberían ser el pan nuestro de cada día. "Que se abran los candados de las nubes", siguen cantando en mi pueblo el día de San Isidro. Pues ni por esas.