Andamos los de la capital en un sinvivir estos días por si va a llover o no en Semana Santa. Como repostamos en la urbe no miramos al cielo, no, que eso es muy antiguo, consultamos al meteorólogo de cabecera. El tiempo, lo que va a hacer, pasa a un primer plano durante diez días. Es clave para nuestras vidas. Los de los pueblos se ríen y dicen entre sí: mira estos, que se enteren por un rato de lo que es estar mirando el cielo todo el año, que sufran.

Los de la capital, claro, lo que queremos es que no llueva hasta el 17 de abril, lunes de Pascua. Bueno, lo que realmente queremos es que no llueva nunca, que es un fastidio mojarse y andar a la carrera con los paraguas, que no estamos acostumbrados, qué asco de charcos. Los de los pueblos, principalmente agricultores y ganaderos, lo que piden es todo lo contrario, que llueva desde ya hasta el 17 de abril o hasta junio, que los cereales piden agua por las puntas de las hojas y el resto de cultivos necesitan humedad para crecer y desarrollarse. Que lo importante es lo importante y que la fiesta no es imprescindible.

Ya ven, una cosa tan natural, tan propia -tan necesaria- nos tiene divididos. Unos que si agua, otros que no, que no llueva que desluce las procesiones y fastidia a los de casa y a los visitantes, que se quedan en sus ciudades de origen y se fastidia la brillantez y el negocio. Otros, pues eso, todo lo contrario, que llueva lo antes posible, que los cultivos se están yendo por el sumidero.

Las dos posturas son irreconciliables. Las dos posiciones son defendibles y lógicas y están basadas en intereses legítimos. Son, en todo caso, meros deseos porque, mientras no se demuestre lo contrario, controlar la lluvia es imposible y solo la naturaleza tiene la última palabra.

Le pregunto al señor Magín, el del pueblo: "¿Va a llover, señor Magín?". "No lo sé", responde. "¿Y si llueve?". "Pues haremos lo mismo que en Madrid". "¿Qué hacen en Madrid?". "Dejarla caer". Pues eso.