Llega la primavera y el tiempo se arruga. El día de la poesía, que se supone abierto a la luz por los costados, saca a relucir el lado oscuro y pincha en la veta de grasa morena hasta que estalla. Necesitamos que llueva con ganas de hacer sangre, para juntar temperos e insuflar oxígeno a las plantas. Pero no está muy claro, ni el cielo ni lo que está por pasar. Viene, dicen los augures, poco agua y mucho frío. Lo peor: la daga asesina invisible y blanca acecha a las puertas del campo y la luz y la belleza se pueden evaporar en un periquete por la gatera de la nada.

La helada, ahora, suda suspiros de vida. Nada es peor que el frío desatado en tiempo benigno. La batalla está anunciada para las madrugadas de mañana, pasado y el sábado. Ayer ya vi temblar la flor irisada del almendro. Se ofrecía, abierta, húmeda de dulzor para camelar a la abeja inapetente y un poco tontorrona que no sabe lo que está por venir. Sé que voy a morir en pocas horas, quiero dejar mi recuerdo dulce, no quiero irme porque sí. Te necesito para hacer gozar a otros.

La imagen es de las más desoladoras que ofrece la naturaleza. Tras la helada asesina, el campo es un reguero de mariposas muertas. Las flores revolotean sobre la tierra comprimida, reseca. El blanco se mancha de marrones y pierde la espontaneidad de la juventud. Cae como fruta madura, ¿por qué lo he dicho? No habrá frutos y solo las hojas camuflarán el tiempo de depresión que espera hasta el otoño.

Solo nos puede salvar la lluvia. Al frío solo lo derrota la humedad. Cuando la helada asome las orejas, tendremos que rezar para que brote el agua del cielo. Entonces el frío asesino encontrará un escudo de plexiglás sobre las flores que se calentarán con la piel inconsistente y transparente de la manta más húmeda. Vamos a rezar. Pero muchas veces ocurre lo que no queremos, aunque oremos hasta caer rendidos. Es nuestro sino.