Ha sido la noticia de las Navidades: la boina sobre Madrid obliga a tomar medidas restrictivas que afectan al tráfico de vehículos, así rezaban algunos titulares de prensa. La elevada contaminación, provocada en su mayor parte por los automóviles, fue la justificación para regular la circulación desde los despachos. Los números de las matrículas nunca fueron tan importantes, los pares circulan hoy, los impares mañana. Cierto confusionismo, una pizca de picaresca, opiniones para todos los gustos (políticos) y la situación se acabó salvando por la huida del anticiclón. Adiós. Hasta la próxima boina. O sea en un periquete.

Sesudos expertos han opinado sobre la necesidad de que los ciudadanos se responsabilicen del problema y utilicen menos el coche habitual y más el de san Fernando y la bicicleta, como hacen en otras ciudades mastodónticas. Los ecologistas han explicado muy bien la situación, desgranando los tres componentes venenosos causantes de la contaminación muy por encima de los valores "tolerables". Resulta chocante el itinerario habitual de uno de los gases más perniciosos: cuando cambia el tiempo, aparece el viento y se va de Madrid, acaba posándose sobre valles y mesetas y hace más daño (porque se mantiene mucho tiempo) al ámbito rural. Tiene bemoles. Otro motivo más para pedir ayudas por vivir en el campo. Por respirar la mierda que sudan los grandes núcleos de población.

Pero a lo que voy; en la polvareda levantada por la polémica, nadie, que uno sepa, ha sacado al exterior el corazón del asunto. ¿Por qué las grandes ciudades son víctimas de la contaminación? Está claro, porque viven millones de personas, que generan una gran actividad comercial, industrial y humana. Las urbes pantagruélicas es lo que tienen, que transpiran polución. En las últimas décadas, la población mundial se ha ido agrupando, encajonando en enormes "almendras", hoy ya incontrolables. Todos queremos vivir en los mismos sitios, aún a costa de hipotecarnos de por vida para pagar 70 metros de ladrillos y hormigón. O respirar un ambiente irrespirable.

¿Quién va a parar esa tendencia suicida que, de rebote, está provocando un grave desequilibrio territorial? Nadie. Yo también quiero vivir en Madrid. O Londres. O Roma.