La tarde, caliente como el bálago recién cortado, invita a la ensoñación. La charla, entre mayores, siempre tiene un punto de nostalgia. Y hacia ahí se despeña sin querer. La presencia de un familiar con muchos años activa los recuerdos y un universo se va descorriendo como sin querer.

Tenemos los humanos la necesidad de saber, de conocer nuestro pasado, incluso ese que vivió en nuestros ancestros. Por ahí viaja la conversación. Entre sombras que se iluminan un instante por las esquinas, con detalles entresacados de la memoria temblorosa de los mayores.

Brincan por el jardín tragedias del ayer, muertes violentas que marcaron el devenir de la comunidad; costumbres antañonas, miserias y miserias que definen una época. La vida pasa a la carrera, hablamos de muertos desconocidos a los que revivimos a nuestro antojo con detalles que se rompen a veces por la presencia pegajosa de Zara, que busca alimentar el presente con lo que sea, que ella no entiende de nostalgias y monsergas.

A alguien, sin nombre, que vivió hace ciento cincuenta años lo enterramos con un "le cayó una pared encima y de eso murió al poco tiempo". Aparece también el que mató con una azada a otro en una pelea, y hablamos del muerto más inocente que cayó abatido por una bala perdida, mientras tomaba un café en el casino del pueblo.

El pacharán de Valentina, empeñada en poner en orden los aspersores, lleva la tarde, caliente como el bálago recién cortado, hacia una forma de vida, más rural, más agraria, que se está marchando por las grietas de las pocas puertas carreteras que aún sobreviven sin pudrirse. Celebraciones, bodas, secretos familiares, tardes de cambiza, de mirar el reloj de la grieta de Las Contiendas, costumbres asidas a estacones.

Hay una cultura que se va, que ya se ha ido y nadie llora. A nadie parece importar que se haya roto el cordón umbilical que unió la humanidad. El nuevo tiempo huele a recalentado, a claridad sobada y oscura.