He visto cómo se ha hecho la luz y el milagro en un plis plas. Bueno, no exactamente a la carrera, pero es que nadie se ha dado cuenta. Miras un día y lo ves todo verde intenso, como las ortigas en plenitud. Y cuando te fijas al poco tiempo, el panorama ha cambiado, el paisaje empieza a emborronarse de amarillos sutiles, se amanzana y en algunos corros se llena de sangre reluciente y en otros de marfil hueso. La cosecha cerealista se ha hecho mayor, ha engordado y los titos, reventones, forman olas que acarician un mar sin agua, espuma del alma de la tierra, que está harta de la cáscara gorda: "Os doy mi ser y me dejáis exhausta y bien tapadita, bien, que casi no puedo respirar", dicen quien la ha escuchado.

Ahora ya está casi todo consumado. Solo queda mirar al cielo. Y otear esa nube blanquecina, cabrona, que puede estallar cualquier tarde en perlas de amargura. Ahora sí que sería una putada. Es que ya el ambiente empieza a oler a paja, a granero. El pedrisco haría ahora estallar todo por los aires. La bolsa y las ilusiones.

El tiempo que falta hasta la recolección es de temblar. De mirar y remirar al cielo, soñar y maldecir.

La cosecha está ahí, bien perfilada, gorda y lustrosa. Empiezan a hacerse cábalas. Que si 3.500, que si 4.000 kilos por hectárea; se hacen apuestas. El hombre del campo acepta que los precios son una mierda, que se los van a marcar fuera a la baja, que con el grano engordará quien no sabe distinguir -ni le importa- el trigo de la cebada. Todo eso hasta llega a entenderlo porque siempre ha sido así. Son tantos años de resignación... Pero lo otro, la tormenta, el tener y no tener en un minuto, es diferente. Eso es una putada, la impotencia. La blasfemia.

Junio es un mes revirado, de calores y cambios, de traca. Que venga tranquilo, por Dios. Para una vez que el campo está contento.