Otra vez lo más oscuro de la condición humana aflora a la superficie. ¿Por qué alguien es capaz de matar a un semejante por una idea, por una religión? No hay explicación. Solo la defensa propia, un cortocircuito cerebral, la enfermedad podría acercarnos la bombilla, pero aún así quedarían manchas negras sin aclarar. ¿Por qué alguien es capaz de matarse con tal de sembrar el terror, de desperdigar el caos a su alrededor, de aventar un futuro repleto de sangre?

Algo -o mucho- falla en el ser humano que hace que hasta perdamos el sentido de especie, el más sagrado, el de la supervivencia, por hacer daño, por defender nuestra verdad, que siempre es parcial e interesada. Ningún otro animal es capaz de morder solo con la pretensión de hacer sangre, de crear el caos, el terror. Las ideas, que deberían servir para limar nuestras aristas más afiladas, a veces se convierten en formón para agudizar el odio. Malditos sean quienes avivan el rencor y malditos también quienes siembran la injusticia.

Bruselas, tantas veces sede donde se cocina el futuro del sector agrario, fue ayer escenario de la locura, de la muerte a dentelladas. Todos somos Bruselas y todos deberíamos ser refugiados sirios e inmigrantes africanos. Y todos deberíamos combatir la injusticia, poniéndonos en la condición del otro. Siempre mirar al semejante como si fuéramos él y que él nos mire como si fuéramos nosotros.

Este marzo, precioso, otra vez se mancha de rojo. Y en vez de mirar al cielo, jeribequeado de nubes que paren cada media hora belleza extrema, nos tenemos que emplear en contar muertos. Alguien, ahora, en este tiempo de sensibilidad a flor de piel y de aventar nuestro sentimiento, debería enterrar lo oscuro de la condición humana que nos hace peores que las bestias.