El podador escucha un sonido apagado pero creciente y continuo. Mira al cielo. Al fondo, encima de Matachivas, un avión siembra una estela ("chemtrail", dicen los que ven más allá) blanca. Desvía la vista al oír parpar a una pareja de patos en celo. El viento viene envenenado y fino como el cuchillo de matar marranos y se enreda en la espalda hasta hacer daño, sin que el sol, imberbe, pueda ofrecer una gota de árnica.

La tarea es larga. Hay mucha madera y los sarmientos brotan como pelos de la cabeza de la hidra airada. El podador escucha a los políticos en la radio y tensa sus brazos para que el corte sea más seco, fino. Cuánta incongruencia, cuanta palabrería vacía. ¿Tan difícil es andar por encima de una línea recta?

Zas, zas y zas. Las tijeras hacen efecto y van limpiando la cepa, apagada y dolorida por la mordedura continúa del gusano blanco, que deja chimeneas para respirar en el cogollo de la vid, que ya ha perdido la "a" de la vida.

El orador retuerce las frases, las yuxtapone para diluirlas en aceite de lodo, para dorarlas de aristas que dicen y no dicen. Se oyen aplausos y pateos que brotan por igual a lo largo del discurso como las matricarias en mayo.

Pulgar aquí, pulgar allá. Cortar para hacer renacer, para regenerar. Cuánta incongruencia, cuánta palabrería vacía. Rais remolonea y busca en la posición rampante alivio a esa naturaleza que lo tiene confundido y mimoso.

Los verbos huecos se enzarzan entre las varas. Los estorninos, la madre que los parió, se posan bullangueros en el nogal que más parece floresta que individuo, del ramaje salvaje que airea. Palabras, palabras en una tarde que, ahora sí, saca a pasear su lengua caliente. Es, por fin, marzo y la chova grazna. El podador, graggg, le contesta.