El mercado actual se mueve en una parte pequeña gracias a la economía real, la productiva, la que se ve, y en su parte más grande, la del león, por el impulso de la economía financiera, la especulativa. Dentro de esta última pulula como pez en el agua el contrato de futuros, en esencia un acuerdo que obliga a las partes a comprar o vender bienes o valores en una fecha determinada. Con esta fórmula se da un precio fijo hoy a la venta que se producirá mañana. El contratante se compromete a comprar (no a producir) trigo, manzanas, lo que sea, a una cotización que se fija hoy. De tal manera que esta operación mediatiza lo que va a ocurrir mañana.

Los gobiernos se constituyen a la fuerza, en caso de las dictaduras, y basados en unas normas que establecen las constituciones, en las democracias. Pero en ambos casos, cuando nacen, están contratando futuro; en el primer caso hipotecados por la injusticia y en el segundo por la esperanza.

Ese miedo a fijar el precio hoy a lo que se venderá mañana es lo que está atrancando la formación de Gobierno en España. Nadie se fía de nadie. Los partidos están acogotados por las líneas rojas que marcan el sentido común y los militantes. Hay tantos interrogantes que cuesta dar carta blanca a alguien, ese que tiene que comprar contratos de futuro.

La base de los gobiernos de las democracias son los partidos políticos. No hay otra forma de organizar el Estado. Y para gobernar se necesitan mayorías. Cuando se conforman no hay problema, hay Ejecutivo, pero si no vienen los atranques como ahora. ¿Qué hacemos si no hay quien nos asegure que el resultado va a ser diferente al del 20-N?

Lástima que no se pueda gobernar, de verdad, proporcionalmente a los resultados electorales. Tantos votos, tantas responsabilidades, tantos ministerios, tantas direcciones generales. Eso, claro, sería jauja. Y no, claro, estamos en España.