Enero es mes de balances, de echar la vista atrás, tiempo cuasi finisecular, de abrir y cerrar. La mirada al retrovisor es siempre desalentadora en lo personal -un año más es siempre un año menos- y en lo social depende del marco que se apunte como referencia. Uno está empeñado, no por deseo, claro, sino por circunstancias, en ser cronista del cierre del ámbito rural y por eso es muy sensible a todo lo que tiene que ver con la despoblación en los pueblos. Los datos no apuntan al optimismo, a pesar de que la sociedad, por fin, parece darse cuenta de lo grave de la situación y eso a pesar de que los políticos solo miran al campo cuando hay elecciones.

Voy a lo concreto. Sanzoles, mi pueblo, registró el año pasado más de quince fallecimientos (no sé el número exacto) y creo que tres nacimientos (tampoco lo sé con exactitud, aunque por ahí anda). Hace pocos días un amigo me apuntaba los de Villarrín que coincidían con los de la localidad de Tierra del Vino. Ese abismo entre nacimientos y fallecimientos fue una constante en todo el mundo rural. A eso hay que añadir la gente que se fue, casi todos jóvenes. Lo de la vuelta al pueblo, no nos engañemos, es una quimera. La mayoría de las personas que regresan es porque no encuentran su hueco laboral o social en la ciudad. Ese es el panorama.

Los políticos lo saben, los agentes sociales lo conocen, la sociedad, en general, también. Pero nadie hace nada. O casi nada. El Observatorio contra la despoblación de la Junta fue un fracaso, los planes de la administración son pura farfolla. ¿Qué hacer entonces? Hay una cosa clara. Solo si hay trabajo, si hay posibilidades de desarrollo, los pueblos no se morirán. Ese es el camino. Abrir la mano, no cerrarla. Es desalentador, por ejemplo, que siga habiendo decenas de proyectos de desarrollo parados porque la CHD no autoriza la excavación de nuevos pozos.

Los pueblos se mueren porque parece que hay gente interesada en matarlos.