De siempre ha habido un muro entre quien vende y quien compra. Hay, en medio, un escondido interés por engañar, aunque casi siempre sea benévolo y permitido por ley. Pero, cuando en el horizonte está la supervivencia, hay que cerrar filas. Y eso es lo que ha hecho ahora el sector lácteo. Se notó en la jornada de análisis organizada el lunes por Caja Rural y este periódico. Nunca había habido tanta sintonía entre los ganaderos y los industriales, aunque eso no signifique que tengan los mismos intereses ni que el consenso sea total, que hay quien marca diferencias.

Dirá alguien, "pero oiga, que se ha olvidado usted de una de las tres patas del sector". No, no me he olvidado, pero no he querido citarla en el marco del consenso, porque esa: la distribución, es la madre del cordero. Todos los males se achacan a quien vende, directamente, a los consumidores. Las grandes superficies, los enormes centros de venta que copan el mercado son culpados de tiranizar a la industria y, por ende, a los productores. Juegan con unos márgenes comerciales que hunden al más pintado. Organizan guerras entre ellos y los daños colaterales son devastadores.

Cuando el 1 de abril se clausuró el sistema de cuotas lecheras, coincidiendo con la crisis rusa y ucraniana y la caída de la actividad en China, dijeron: esta es la nuestra. Y ajustaron y ajustaron los precios porque sabían que el mercado estaba inundado. Y apretaron y apretaron hasta, de rebote, ahogar a los ganaderos, hasta casi acabar con la lechera, el cuento y el sector.

Está bien que se unan -o al menos que lo intenten- productores e industriales. Pero, mientras no se le ponga el collar a la distribución los precios seguirán congelados. Como el tiempo.