Esta sociedad blandita, acongojada por mil futilidades, se ha divorciado del campo. Solo mira el horizonte para ir a pasear, a oxigenarse. Lo que hay más allá de la ciudad, de la urbe vertical aprisionada por sus miedos, solo es un espacio vacío, que se llena el fin de semana con iguales para olvidar lo más posible las penurias que suceden durante los otros cinco días.

Cuando llueve entre edificios, siempre es maldita lluvia, que estropea el paseo vespertino, moja el pelo recién peinado, humedece los pies de zapatos de rebajas o estropea la procesión que toque. Hasta los meteorólogos televisivos cuando dan las previsiones del tiempo moviéndose nerviosos -qué cansado, por Dios- han claudicado. Hablan de buen tiempo cuando va a hacer sol y de temporales, galernas, ciclogénesis explosiva, o sea de mal tiempo, cuando va a llover.

Por eso, a nadie importan ya las cuitas de agricultores y ganaderos, pendientes del cielo como siempre, aunque ahora se enteren de lo que va a hacer por el móvil o por Brasero. Estamos en momento de sementera y se necesita que llueva. Porque detrás del agua se esconde la vida, el hurmiento.

Me dicen que los hombres del campo zamorano están a medias. Los que viven al norte del Duero están mojados, que hasta más de cien litros han caído en algunas zonas. Los del sur siguen mirando a lo alto, porque ha llovido a cuentagotas y no hay tempero suficiente para que el grano germine en la besana. Contaba un día un señor de mi pueblo, Sanzoles, que una tormenta de verano mojó una vaca y no la otra, la pareja, a pesar de que estaban uncidas. El río, ahora, ha sido el yugo.

Por favor, que el hombre de ciudad, cuando salga al campo, vea lo que hay en él y no solo calcule las calorías que ha consumido. Sembrar es espectáculo sentido, principio de eternidad. Un respeto.