Las cosechadoras han entrado a saco en las tierras y se han encontrado las parcelas huecas. La cosecha de cereal es peor, aún, de lo que se esperaba. El grano está comprimido, vacío, como lengua de pájaro y peso de aire. He visto a agricultores mover la cabeza cuando miran lo que descarga la máquina en el remolque del tractor. ¿Por qué se balancean? Polvo.

Otro año ha vuelto a demostrarse la fragilidad de la actividad agraria. Depender del tiempo es tener el destino alquilado a un enterrador. Llovió lo justo en otoño para sembrar y para nacer. Invierno seco, con heladas a tiempo que endurecieron la planta. La primavera comenzó desgarbada, aunque se humedeció después con el roce de las nubes del sur. El agua a cuentagotas, pero sirvió para pintar de verde criador el campo. La esperanza se hizo carne.

El agua de mayo se evaporó antes de caer. Y el mes vino cabrón, yermo. Un soplido de calor sahariano se llevó por delante el verde y la vida. Las espigas se llenaron de argañas y farfolla. El unte se fue a vivir al limbo. La cosecha se evaporó una noche de estío adelantado con los grillos confusos estridulando a pleno pulmón.

Para más inri, llovió con ganas en junio, cuando ya todo estaba consumado. El tiempo marca el ritmo y jode casi siempre a los mismos, a los que viven en la intemperie. Cuando no se tiene escudo, los mandobles van siempre donde más duele.

En medio de un verano agrario miserable, resulta chocante que la Administración, por un lado, y las organizaciones agrarias, por otro, se dediquen a dar sus cifras de previsión de cosecha. Es la guerra de las cuentas. Y los cuentos. Ninguna coincide. Ni tan siquiera las de los distintos sindicatos. Como si la cosecha fuera una rebatiña. Por lo que se ve, las matemáticas también fallan. No. Los que yerran son quienes las utilizan a su antojo.